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domingo, 1 de febrero de 2015

Crónica sobre un cuarteto de amor en la cama. Dedicado a Ferber y Estevill

Por:  Mamá en Resistencia.

Tanto para mi como para mi esposo, combinar la maternidad y la paternidad con la crianza de nuestro hijo y nuestra hija, no ha sido tarea fácil. 

Yo, tuve una hija muy joven.  Fui prácticamente mamá soltera.  Quedé embarazada sin haberme casado, por lo tanto, la sociedad entera, comenzando por mi propia familia, me condenó.  

-       ¡Ay prima!  Tu y tu fracaso…

Solía decirme uno de mis primos que consideraba que, al haber tenido una hija siendo tan joven y estando sola, era mi fin como persona y como mujer.  Muchas veces me daba a entender que los hombres solo se acercarían a mi por la experiencia sexual.  Yo, a mis 17 años, llena de temores, inseguridades e incertidumbres, solía creer que así sería.  Pensaba que era una desgraciada y que no tendría vida alguna después de mi traspiés.

A lo anterior, se sumaban muchas mujeres de la familia, quienes también me condenaban por ser una mala madre.   Temerosa de no poder hacerlo bien, un horrendo sentimiento de incapacidad se apoderaba de mi, haciendo desvanecer toda la confianza en mis habilidades innatas de madre, esas mismas que solo aparecen una vez has parido.  Las constantes críticas que recibía por no saber, ni siquiera, como “enseñar” a dormir a mi pequeña bebita desde que nació, acrecentaban mis miedos.

-       Tienes que dejarla llorar.   ¡Que llore y que aprenda que tiene que “dejar” dormir a los demás!

Lo mismo me decían desde mi papá hasta mi suegra.  Yo, hacía caso.  Quería dar lo mejor de mi, pero sobre todo, quería que no me siguieran acusando.  Ya había sido suficiente con haber quedado embarazada tan joven, como para ahora seguir andando por la vida sin hacerle caso a mis mayores.   Entonces, seguía los consejos al pie de la letra,  tenía que enseñar a dormir a mi chiquita, por ende, tenía que dejarla llorar hasta reventar.

-       ¡Que llore y que aprenda!  Si la dejas llorar, ella se va a cansar y va a caer rendida, tu vas a poder dormir, ella va a aprender a dormir y todos contentos.

-       Es mejor dejarla llorar tres días a no dormir tres años.

-       Deja que llore.  Al fin y al cabo, cuando crezca,  ella ni se acordará que chillaba como cerdo para no dejar dormir a los demás. 

La dejé llorar, pero con su llanto vino una agitación interna, secreta, confusa y dolorosa.  Por un lado, me asaltaba el fuerte sentimiento de ser buena madre ante quienes me observaban, entonces, tenía que “enseñarla a dormir”, entretanto, en la mitad de algunas madrugadas, cuando todo el mundo dormía a mi alrededor, cuando nadie se daba cuenta, me poseía un fuerte impulso de cargar a mi bebita en brazos, de arruncharla contra mi pecho, de pegarla a mi teta, de comérmela a besitos, aunque, ¡Valga la pena decirlo!, a veces el sentimiento era todo lo contrario.  En todo caso, me vi en muchas oportunidades, escondida, no se cuántas veces, para sucumbir a mi deseo de abrazarla.  Sí.  Lo hice.  Pero una noche no fui lo suficientemente sigilosa y mi suegra se dio cuenta, por lo que me regañó fuertemente.  Me dijo que era una mamá débil de carácter,  que la niña me iba a controlar toda la vida, pero lo peor, fue que también le dijo a todo el mundo que yo no lo estaba haciendo bien. 

-       ¡Salió embarazada y ahora no va a dar ni siquiera para criar a esa niña!.

Como yo vivía en casa de mis suegros, terminaba haciendo lo que la dueña de casa decía para evitarme problemas.  En apenas unas semanas de nacida, mi bebé, quien ahora tiene 25 años,  “aprendió” a dormir desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana.  Yo, me sentía orgullosa.  Lo había conseguido.  La había enseñado a dormir. Lo estaba haciendo muy bien, además, tras aprender a dormir toda la noche, mi bebita, no quiso más la teta y comencé a darle leche de fórmula.

-       ¡Mejor!  La leche de “pote” es mejor porque la alimenta más que la teta.

Con todo mi empeño para hacerlo lo mejor que podía, igual fui una mala madre porque la dejaba jugar en las arenosas calles de Maicao, el pueblo en el que nací.  También fui vagabunda y hasta puta, además, condenada por ser incompetente para criarla -sobre todo por la familia del papá de mi hija que, incluye a la mujer que tenía por aquél entonces -, condenada por mi propia familia y condenada por mi propia culpa, por haber fallado como madre.   Aunque luché para tenerla conmigo nuevamente, pudo más el miedo que infundaron en mí para arrebatármela.  Me la quitaron.  Bien para “educarla”  mejor que yo, bien para complacer a una señora cuarentona que siendo amante de un veinteañero ya no podría tener más hijos, bien porque en realidad, yo era una mala madre.  Me la quitaron.  Mi hijita creció.  Ahora es una hermosísima mujer.  Yo fui una mala madre.  Esta historia tendrá que ser motivo para otro de mis textos o mejor para mi novela.

Pasados veintidós años del nacimiento de mi hija, conocí al hombre de mi vida y de mis sueños.  Nos casamos.   Aunque yo en principio no estaba muy segura, quisimos hijos y los tuvimos.  Nació nuestro primer hijo y con su venida –incluso podría decir que desde el embarazo-, llegaron los temores de volver a equivocarme.  Me asaltaban toda clase de dudas de si sería lo suficientemente buena, o si por el contrario, terminaría justificando el título que ya ostentaba:  el de “mala madre”.  Después del parto, Lo primero que vino a mí fue el “enseñarle a dormir” a mi recién nacido hijo.  Tenía que dejarle llorar.  No iba a cometer el mismo error dos veces, esta vez sería fuerte desde el principio, me había convencido a mí misma de no dejarme doblegar. 

-       ¡No lo camines tanto cuando lo tienes cargado!  Lo vas a mal acostumbrar y luego yo soy la que tiene que lidiar con él el resto del día, ¿Qué digo día?  ¡El resto de la vida!.

Palabras como esas solía yo decirle a mi esposo cuando él quería involucrarse con los cuidados del bebé. 

-       ¡Déjalo en la cama!  ¡Él tiene que aprender que no todo son brazos!.  Yo enseñé a mi hija a dormir desde las siete de la noche hasta las siete de la mañana, él tiene que aprender a dormir también. 

También lo dejé llorar.  Esta vez me encontré con los métodos que aparecían en los foros de Internet:  el de Ferbes y el de Estévil, así que tenía unos argumentos muy sólidos para que mi esposo, también le “enseñara a dormir” a nuestro bebito.  Intenté aplicar lo que ya sabía, mejorando aún mi conocimiento con las pruebas científicas de los médicos en mención.   Sin embargo, un día,  después de intentarlo, de igual forma me volví débil.  Me encontré, una vez más, arrunchando a mi bebé, a escondidas de mi esposo.  También lo encontré a él, a mi esposo, paseando y meciendo a mi bebé para un lado y para el otro a escondidas de mi.  Cada vez que nos encontrábamos con las manos en la masa, que para este caso eran las manos en el bebé en situación de pechiche, volvíamos a empezar, hasta que un día le pregunté a mi esposo:

-       ¿Te molestaría que durmiéramos con el bebé en la cama?

Él abrió los ojos, se quitó las gafas para mirarme bien y me dijo:

-       Pero ¡Si eso mismo quería preguntarte!  Tenía miedo de proponerlo porque como has sido tan rígida con el tema de enseñarlo a dormir como a tu hija, de siete a siete…

Guardó silencio un momento, pero luego, se emocionó más:

-        … y como además me cuentas que crees que eso fue lo único que hiciste bien como madre, yo quería apoyarte con enseñar a dormir al bebé, pero a tu pregunta respondo que ¡Sí!  ¡Intentémoslo!  ¡Que el bebé venga a dormir con nosotros, que para eso tenemos una cama gigante!.

Hablamos mucho sobre el tema.  Para mi fue un gran conflicto por mi experiencia anterior.  Me daba mucho miedo pensar en el hecho de que nuestro bebé, se había salido con la suya.  Me controlaría toda la vida.  Me juzgarían otra vez. 

El bebé se vino a la cama desde muy chiquitín, no recuerdo si fue casi desde una semana de nacido o poco antes o después.  Al principio yo dormía menos porque pensaba que, bien yo, bien mi esposo, podríamos hacerle daño durante la noche.  Me lo imaginaba cayendo de la cama, espichado debajo de mi cuerpo, enredado entre las sábanas, debajo de las almohadas, ahogado por el brazo gigante y corpulento de mi esposo, en fin.  Llegué a pensar que haberlo metido en la cama, era la peor decisión que habíamos tomado y con ese pensamiento, conflicto interno va, conflicto interno viene.  No se imaginan lo que fueron esos días. 

Con el tiempo, dormíamos los tres muy bien en la cama.  Mi bebé todas las noches se despertaba a pedir la teta y yo se la enchufaba de inmediato, casi por inercia, casi ni me daba cuenta.  Cuando nuestro bebé tenía como siete meses, mi esposo llegó a decir en una reunión de amigos y amigas, padres y madres algunos de ellos, que el bebé dormía en nuestra cama, que dormía toda la noche. 

-       No.  no amor, perdóname, pero el bebé se despierta tres o cuatro veces a pedir la teta. 

Le dije delante de todos y todas.  Mi esposo me miró con ojos de “nomedoycuentadenada”.  Pero era cierto, al final, mi bebé dormía tan bien que él y yo estábamos tan súper conectados, que yo ya sabía en qué momento de la noche pediría su cena de medianoche o mediamadrugada.  Mi esposo ni se enteraba de la situación. 

-       Pero entonces se deben ver muy afectadas las jugadas de pareja en las noches…

Dijo uno de nuestros amigos para referirse a la falta de sexualidad de la pareja, con el bebé en mitad de los dos.

-       Pues fíjate que también tenemos un sofá que funciona perfecto, y ya probamos la camita que está en el estudio.  En el baño, ni hablar.  La mesa de comedor también se nos ha atravesado y hasta hemos probado en el mesón de la cocina en momentos de efervescencia y calor.

Dije yo, como desafiando la creatividad en el amor y después la conversación pasó a ser una especie de corte penal.  Las personas terminan siempre juzgando la maternidad o la paternidad de otros.   Si son mamás, todas lo hacen mejor que tu.  Si son papás, también. 

Luego vino el siguiente embarazo.  Mi bebé ya tenía un año y medio.  Yo quería un poco de tiempo sola en la cama y además, estaba exhausta con la lactancia.  Quería descansar así que comencé a quitarle poco a poco la teta.  Me sentía algo culpable por querer sacarlo de la cama, pero al mismo tiempo pensaba que con el nuevo embarazo, quería algo de espacio y comodidad.  Le dije a mi esposo que consiguiéramos una cama para el bebé y que hiciéramos una fiesta para el día en que el bebé pasara a dormir en la nueva cama.  Así fue.  Conseguimos la camita que entre mi bebé y mi esposo, armaron juntos. No hubo necesidad de fiesta porque nuestro bebé se armó solito su fandango, él estaba feliz, había entendido perfectamente que ésa, era su cama.   Desde la primera noche, durmió en ella y aunque se despertaba una que otra vez las primeras veces, él aprendió a dormir solito, yo no le enseñé nada. 

El tiempo del último embarazo pasó muy rápido.  Una madrugada del mes de mayo, nació nuestra bebita.  Por supuesto, no hubo nada que hablar esta vez.  Ella, nació en casa y desde el instante de su llegada, estaba implícito en el ambiente que ella sería la reina de la cama.  Con su llegada, nuestro bebé, que ahora ya es un bebito niño, comenzó a presentar episodios de pataletas.  Se golpeaba la cabeza contra el piso.  Yo estaba devastada. De hecho, esos episodios habían comenzado un poco antes de finalizado mi tercer embarazo.   En casa, estábamos desconcertados, todos y todas intentábamos buscar soluciones.

-       ¿ y qué pasa si lo ignoramos?.

Decía yo.

-       ¿Y si lo consentimos más? 

Decía mi hija, a la que había enseñado a dormir dejándola llorar, quien había venido para el nacimiento de la bebita.

-       Ya le pasará.  Debe estar celoso por el nacimiento de la hermanita. 

Decía papá.

-       ¿Y si es autista?

Esa pregunta, me desajustó todo.  Por días enteros, justo después del parto, cuando las hormonas te convierten en un sancocho sin razón, a alguien se le ocurre decirme  “¡y si es autista!”.  Yo entré en pánico.  Ignorante, además, de lo que el autismo era, me imaginé lo peor. 

Nuestro bebito niño se golpeaba la cabeza por cualquier acontecimiento.  Yo opté por calmarme a mi misma porque hubo momentos en los que cuando él se golpeaba, me provocaba motivarlo a que se golpeara más y más y más.  Ha sido un momento difícil.    He aprendido que lo mejor de todo, no es controlarlo a él, sino controlarme a mí misma. 

Hace unas semanas o de pronto algo más de dos meses,  nuestro bebito niño, se enfermó.  Me lo traje a la cama.  Eché al papá a dormir a la cama del estudio para que pudiera descansar, al fin y al cabo, él se levanta muy temprano para irse al trabajo mientras que yo puedo dormir algunas veces durante el día cuando el bebito niño y la bebé duermen.  Después de eso, nuestro bebito niño, se recuperó, pero quería seguir durmiendo con nosotros en la cama.  Volvieron las preguntas:

-       Dormir con él o no dormir con él.  ¡Esa es la cuestión!. 

Por los días en los que nuestro bebito niño tuvo que “aprender” nuevamente a dormir solito en la cama, ya no quiso.  Las pataletas empeoraron.  Un día le dije a mi esposo que a mi no me molestaba que el bebito niño durmiera con nosotros en la cama.  Lo discutimos.  Mi esposo quería descansar bien, yo quería a todos en la cama.  Finalmente, nos convencimos todos.  Nuestro bebito niño lleva cerca de dos meses durmiendo nuevamente con nosotros.  Sus pataletas, han disminuido y su lenguaje se ha desarrollado mucho más de lo que estaba. 

Al final de este texto, estoy mucho más que convencida de que dormir no se le puede enseñar a un bebé.  Ferber y Estévil, así como todo su séquito de compradores de los libros y las aplicaciones que estos han inventado para criar hijos dejándolos llorar solos en sus mundos oscuros, aplican métodos inhumanamente bestiales.  

Mi hija mayor, la valiente mujer que ahora tiene 25 años, todavía extraña dormir conmigo en la cama, como yo con ella, además, tiene un intenso sentimiento de necesidad de abrazos, le teme profundamente a la oscuridad y aunque no puedo comprobarlo científicamente, sé que mucho de eso, sino todo,  es el resultado de mi desacertada forma de replicar los mitos para “enseñarla a dormir” cuando apenas era una bebé frágil y vulnerable, necesitada de un ambiente seguro que le brindara la protección que precisaba.  Viéndolo en retrospectiva, lo único que había hecho bien durante mi época de mala madre, fue lo que peor hice.  La dejé llorar.  La abandoné en su cuna, la entregue a su oscuridad.  Te lleno de besos hija, te lleno de abrazos y siempre que quieras, dormiré contigo.

Por otra parte, he encontrado que el mejor remedio para que mi hijo, de ahora dos años y medio, duerma toda la noche e incluso parte de la solución para mitigar las pataletas, no han sido la aplicación de los complejos y desalmados mitos de dejarles llorar para “enseñarles a dormir”, ni mucho menos las justificaciones científicas que sobre este mito han desarrollado Ferbes y Estevill.  La mejor forma de “enseñarles a dormir” a los bebés es dejarlos que aprendan solos y para eso, necesitan que estemos ahí cuando debemos estar, no que los abandonemos a la inmensidad de una cama vacía o a la oscuridad ahogada en el llanto. 

Con esto, quiero solo compartir nuestra experiencia.  He hecho lo que decían había que hacer y salió mal.  Además, no todo lo que se dice sobre la maternidad perfecta, llena de felicidad perpetua por traer hijos e hijas al mundo, es como lo pintan.  La maternidad es dura, contradictoria y todo requiere de un proceso que desafía tus más cabales consensos.  No quiero condenar a nadie, menos a las madres o a los padres que deciden aplicar un método para enseñar a dormir a los bebés, pero los invito a que en lugar de aplicar esos métodos tan drásticos,  les enseñen a los bebés a soñar, pero a su lado.  

Y quiero finalmente invitar a Ferbes y a Estévil, a ver si quisieran acompañarnos para aprender de nuestra experiencia, la cual se ha convertido en un cuarteto de amor en la cama, compuesto por mi niño, mi bebita, mi esposo y yo.    



B-S, 1º de febrero de 2015.